Él la vio desde lo lejos
andando por la calle tan llena de vida como cuando se empeñaba en alegrarle los
días, se movía con ese aire seguro que la caracterizaba y que había perdido con
su marcha. Sus pasos eran firmes y el brillo de sus ojos le hundió. No podía
parar de mirarla. Estaba cambiada aunque todo en ella siguiera igual. Su melena
se había aclarecido y le resaltaba los pómulos. Creyó morir en el momento en
que se apartó el pelo de la cara, sin duda esos ojos no le dejarían nunca más
llegar a ella. Podría hacerle creer que todo volvía a estar bien, que iban a
volver a intentarlo. Pero él sabía que nada volvería a ser lo que fue, que si
se acercaba ella se alejaría a los pocos días, que podría contestarle algunos
mensajes pero ya nunca se quedaría hasta tarde esperando los suyos. Caminaba
con esos gestos tan suyos y esa sonrisa torcida que alegraba a todos quienes la
conocían, sin duda se había recuperado. Había logrado recomponerse y sacar a
relucir esos pequeños hoyuelos que siempre la hicieron especial. Seguía andando
por la calle y no podía apartar la vista de ella. Como la había echado de
menos. Observó con añoranza como se enredaba las puntas mientras miraba a su
alrededor. Podría haberse acercado a ella, podría haberle pedido perdón, podría
haberle dicho que nadie había conseguido sustituirle, pero qué digo. Que nadie
ni si quiera se le parecía. Podría haberse metido por esas calles y fingir
encontrársela para regresar a esa sonrisa, podría sonreírle a lo lejos, o
cruzar y confesarle que a diferencia de él, ella no era reemplazable. Aunque
también podría no haberse alejado nunca, y ella le avisó: 'Si te vas como si
nada no pretendas volver como mi todo'.
Aceptó que esa sonrisa
protagonista de sus mejores días tenía nuevo dueño, aceptó que nada volvería a
tener sentido después de ella, por fin, se dio cuenta de que sin quererlo, sin
tener ni idea, aquella chica de risa traviesa y ojos marrones le había marcado.
A él. A él que nunca se enamoraba. A él que almacenaba más teléfonos de rubias
en su móvil que ningún otro, a él que nunca permitía que nadie se quedara
demasiado tiempo en su vida. A él que no dejaba a nadie sentirse especial a su
lado. Y aunque digan que lo que no te mata te hace más fuerte, os puedo
asegurar que en ese preciso momento, cuando ella giro la cabeza y siguió sin
verle, él murió. Murió por ser tan invisible para ella, murió por ver que ya no
tenía la necesidad de cruzar corriendo por abrazarle, murió al ver que el final
de su camino por el que él le había acompañado en silencio al otro lado, eran
otros labios. Otros labios que no iban a ser los suyos. Murió. Se la cruzó un
par de veces más aquella semana, y no sabéis lo que le jode haber sido tan
imbécil.
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