Felicidad. Algo que no
sentía desde quién sabía cuándo. Sólo recordaba esa palabra como algo que había
tenido en tiempos remotos, o tal vez no tan remotos, pero sí cuando él estaba a
su lado. Cuando lo veía aparecer desde el banco en el que se encontraba, con
esas gafas de sol y ese pelo desaliñado que tanto le gustaba, pero no tanto
como su sonrisa. Esa que se dibujaba en su rostro al verla. Y a ella le
encantaba, le encantaba que alguien fuera capaz de sonreír por ella, le
encantaba hacerle feliz. Y cuando él llegaba a ese banco, la abrazaba para no
soltarla y la hacía sentirse en el cielo, en un cielo donde sus ojos eran las
estrellas que más brillaban. En esos instantes, ella jamás imaginaba que ese
amor tuviera fecha de caducidad, porque cuando le preguntaba si la amaría para
siempre, él le contestaba «para siempre». Pero ya ves, el tiempo tiene sus
límites, y ellos creían que podrían adueñarse de él, cuando él se adueñó de
ellos. No les avisó de que su amor se estaba apagando como la colilla de un cigarro,
que se estaba enfriando como un café, porque al fin y al cabo, no se habían
dado cuenta de que eran unos jóvenes insaciables de amor.
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