Hay
temporadas y temporadas. Y esta es una de esas temporadas en las que me
pregunto si existe un Dios ahí fuera, ahí arriba, en lo alto del cielo. Porque
es abrir los ojos, mirar el mundo que me rodea, y ver el mal, el odio que nos
rodea. Porque no hay Dios cuando pasan cosas malas. No hay Dios cuando estalla
una guerra, cuando mueren inocentes, cuando se llora una pérdida, cuando se
derraman lágrimas por cualquier motivo. No hay Dios para esa mujer violada, o
esa otra que huye de la violencia de género. No hay Dios para un pobre infeliz
que se muere de hambre. No hay Dios para esos enfermos, ni para los huérfanos.
No hay Dios para el que sufre acoso, para el marginado. No hay Dios para la
destrucción de nuestro mundo. No hay Dios para todas esas crueldades que
suceden día a día: los despidos, el miedo, la inseguridad, la soledad. No hay
Dios para la injusticia. No hay Dios para la desesperanza. Porque, si hay un
Dios ahí arriba, ¿qué hace que aquí abajo casi todo es malo?
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