Me acostumbré a echarte de
menos mucho antes de conocerte, antes de que tu aliento fuera más adictivo que
los helados de chocolate o el primer cigarro de la mañana. La puta manía de
llorar y enredarme entre la sábana antes de coger el sueño, mientras susurraba
tu nombre sorprendiéndome cada vez que pronunciaba una letra más. Me acostumbré
a quererte, a desearte, a que mi almohada oliera a ti. A verte como costumbre y
llamarte como vicio. Entendí que eras parte de mí, que necesitaba oír tu
respiración cada noche, levantar la vista y ver el color de tus ojos como nadie
los puede ver. Que te quería desde, por y para siempre, y en mi cuello está
firmado que, a tu lado, hasta el fin de mis días. La propia necesidad me
supera.
No sé si te habrás dado
cuenta de que la temperatura de mi sangre asciende cada vez que me sonríes. Mi
piel se vuelve pálida y roja al mismo tiempo, y mis ojos se iluminan como faros
en la noche. El viento choca con tu olor y lo desliza lentamente ante mí. Me
acaricia las mejillas y por un momento, siento que el tiempo se detiene. Las
manillas de cada reloj cercano paran de girar y girar a cada segundo. Tus
suspiros hacen cosas inexplicables si se acercan a mi cuello. Mientras, tus
caricias suben y bajan por mi espalda. A tu lado cierro los ojos y cada
segundo, de esos que los relojes ya habían olvidado marcar, me hace más y más
feliz. Y me fundo en tus pupilas mientras éstas se pierden entre el marrón de
mis iris. Y creí saltar hacía lo infinito cuando tus labios entraron en
contacto con los míos. Y susurré, gritando en silencio, un te quiero de tal
manera, que cuando quise darme cuenta, en tu garganta retumbaba el yo más que
ibas a pronunciar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario