jueves, 19 de septiembre de 2013

198. Me perdí en un cruce de palabras, me anotaron mal la dirección

Me acostumbré a echarte de menos mucho antes de conocerte, antes de que tu aliento fuera más adictivo que los helados de chocolate o el primer cigarro de la mañana. La puta manía de llorar y enredarme entre la sábana antes de coger el sueño, mientras susurraba tu nombre sorprendiéndome cada vez que pronunciaba una letra más. Me acostumbré a quererte, a desearte, a que mi almohada oliera a ti. A verte como costumbre y llamarte como vicio. Entendí que eras parte de mí, que necesitaba oír tu respiración cada noche, levantar la vista y ver el color de tus ojos como nadie los puede ver. Que te quería desde, por y para siempre, y en mi cuello está firmado que, a tu lado, hasta el fin de mis días. La propia necesidad me supera.

No sé si te habrás dado cuenta de que la temperatura de mi sangre asciende cada vez que me sonríes. Mi piel se vuelve pálida y roja al mismo tiempo, y mis ojos se iluminan como faros en la noche. El viento choca con tu olor y lo desliza lentamente ante mí. Me acaricia las mejillas y por un momento, siento que el tiempo se detiene. Las manillas de cada reloj cercano paran de girar y girar a cada segundo. Tus suspiros hacen cosas inexplicables si se acercan a mi cuello. Mientras, tus caricias suben y bajan por mi espalda. A tu lado cierro los ojos y cada segundo, de esos que los relojes ya habían olvidado marcar, me hace más y más feliz. Y me fundo en tus pupilas mientras éstas se pierden entre el marrón de mis iris. Y creí saltar hacía lo infinito cuando tus labios entraron en contacto con los míos. Y susurré, gritando en silencio, un te quiero de tal manera, que cuando quise darme cuenta, en tu garganta retumbaba el yo más que ibas a pronunciar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario